terça-feira, 1 de março de 2016

El Padre Pío y la Misa

El Padre Pío y la Misa (I)

Posted by: Juan Sobiesky
San Pío de Pietrelcina 03 (01b)
Padre, ¿ama el Señor el Sacrificio?
Sí, porque con él regenera el mundo.
¿Cuánta gloria le da la Misa a Dios?
Una gloria infinita.
¿Qué debemos hacer durante la Santa Misa?
Compadecernos y amar.

Padre, ¿cómo debemos asistir a la Santa Misa?

Como asistieron la Santísima Virgen y las piadosas mujeres. Como asistió San Juan al Sacrificio Eucarístico y al Sacrificio cruento de la Cruz.

Padre, ¿qué beneficios recibimos al asistir a la Santa Misa?

No se pueden contar. Los veréis en el Paraíso. Cuando asistas a la Santa Misa, renueva tu fe y medita en la Víctima que se inmola por ti a la Divina Justicia, para aplacarla y hacerla propicia. No te alejes del altar sin derramar lágrimas de dolor y de amor a Jesús, crucificado por tu salvación. La Virgen Dolorosa te acompañará y será tu dulce inspiración.

Padre, ¿qué es su Misa?

Una unión sagrada con la Pasión de Jesús. Mi responsabilidad es única en el mundo -decía llorando.

¿Qué tengo que descubrir en su Santa Misa?

Todo el Calvario.

Padre, dígame todo lo que sufre Vd. durante la Santa Misa.

Sufro todo lo que Jesús sufrió en su Pasión, aunque sin proporción, sólo en cuanto lo puede hacer una creatura humana. Y esto, a pesar de cada uno de mis faltas y por su sola bondad.

Padre, durante el Sacrificio Divino, ¿carga Vd. nuestros pecados?

No puedo dejar de hacerlo, puesto que es una parte del Santo Sacrificio.

¿El Señor le considera a Vd. como un pecador?

No lo sé, pero me temo que así es.

Yo lo he visto temblar a Vd. cuando sube las gradas del Altar. ¿Por qué? ¿Por lo que tiene que sufrir?

No por lo que tengo que sufrir, sino por lo que tengo que ofrecer.

¿En qué momento de la Misa sufre Vd. más?

En la Consagración y en la Comunión.

Padre, esta mañana en la Misa, al leer la historia de Esaú, que vendió su primogenitura, sus ojos se llenaron de lágrimas.

¡Te parece poco, despreciar los dones de Dios!

¿Por qué, al leer el Evangelio, lloró cuando leyó esas palabras: «Quien come mi carne y bebe mi sangre»...?

Llora conmigo de ternura.

Padre, ¿por qué llora Vd. casi siempre cuando lee el Evangelio en la Misa?

Nos parece que no tiene importancia el que un Dios le hable a sus creaturas y que ellas lo contradigan y que continuamente lo ofendan con su ingratitud e incredulidad.

Su Misa, Padre, ¿es un sacrificio cruento?

¡Hereje! 

Perdón, Padre, quise decir que en la Misa el Sacrificio de Jesús no es cruento, pero que la participación de Vd. a toda la Pasión si lo es. ¿Me equivoco?

Pues no, en eso no te equivocas. Creo que seguramente tienes razón.
San Pío de Pietrelcina 04 (08)
¿Quien le limpia la sangre durante la Santa Misa?
Nadie.
Padre, ¿por qué llora en el Ofertorio?
¿Quieres saber el secreto? Pues bien: porque es el momento en que el alma se separa de las cosas profanas.
Durante su Misa, Padre, la gente hace un poco de ruido.
Si estuvieses en el Calvario, ¿no escucharías gritos, blasfemias, ruidos y amenazas? Había un alboroto enorme.
¿No le distraen los ruidos?
Para nada.
Padre, ¿por qué sufre tanto en la Consagración?
No seas malo... (no quiero que me preguntes eso...).
Padre, ¡dígamelo! ¿Por qué sufre tanto en la Consagración?
Porque en ese momento se produce realmente una nueva y admirable destrucción y creación.
Padre, ¿por qué llora en el Altar y qué significan las palabras que dice Vd. en la Elevación? Se lo pregunto por curiosidad, pero también porque quiero repetirlas con Vd.
Los secretos de Rey supremo no pueden revelarse sin profanarlos. Me preguntas por qué lloro, pero yo no quisiera derramar esas pobres lagrimitas sino torrentes de ellas. ¿No meditas en este grandioso misterio?
Padre, ¿sufre Vd. durante la Misa la amargura de la hiel?
Sí, muy a menudo...
Padre, ¿cómo puede estarse de pie en el Altar?
Como estaba Jesús en la Cruz.
En el Altar, ¿está Vd. clavado en la Cruz como Jesús en el Calvario?
¿Y aún me lo preguntas?
¿Cómo se halla Vd.?
Como Jesús en el Calvario.
Padre, los verdugos acostaron la Cruz de Jesús para hundirle los clavos?
Evidentemente.
¿A Vd. también se los clavan?
¡Y de qué manera!
¿También acuestan la Cruz para Vd.?
Sí, pero no hay que tener miedo.
Padre, durante la Misa, ¿dice Vd. las siete palabras que Jesús dijo en la Cruz?
Sí, indignamente, pero también yo las digo.
Y ¿a quién le dice: «Mujer, he aquí a tu hijo»?
Se lo digo a Ella: He aquí a los hijos de Tu Hijo.
¿Sufre Vd. la sed y el abandono de Jesús?
Sí.
¿En qué momento?
Después de la Consagración.
¿Hasta qué momento?
Suele ser hasta la Comunión.
Vd. ha dicho que le avergüenza decir: «Busqué quien me consolase y no lo hallé». ¿Por qué?
Porque nuestro sufrimiento, de verdaderos culpables, no es nada en comparación del de Jesús.
¿Ante quién siente vergüenza?
Ante Dios y mi conciencia.
Los Angeles del Señor ¿lo reconfortan en el Altar en el que se inmola Vd.?
Pues... no lo siento.
Si el consuelo no llega hasta su alma durante el Santo Sacrificio y Vd. sufre, como Jesús, el abandono total, nuestra presencia no sirve de nada.
La utilidad es para vosotros. ¿Acaso fue inútil la presencia de la Virgen Dolorosa, de San Juan y de las piadosas mujeres a los pies de Jesús agonizante?
¿Qué es la sagrada Comunión?
Es toda una misericordia interior y exterior, todo un abrazo. Pídele a Jesús que se deje sentir sensiblemente.
Cuando viene Jesús, ¿visita solamente el alma?
El ser entero.
¿Qué hace Jesús en la Comunión?
Se deleita en su creatura.
San Pío de Pietrelcina 05 (03)
Cuando se une a Jesús en la Santa Comunión, ¿que quiere que le pidamos al Señor por Vd.?
Que sea otro Jesús, todo Jesús y siempre Jesús.
¿Sufre Vd. también en la Comunión?
Es el punto culminante.
Después de la Comunión, ¿continúan sus sufrimientos?
Sí, pero son sufrimientos de amor.
¿A quién se dirigió la última mirada de Jesús agonizante?
A su Madre.
Y Vd., ¿a quién mira?
A mis hermanos de exilio.
¿Muere Vd. en la Santa Misa?
Místicamente, en la Sagrada Comunión.
¿Es por exceso de amor o de dolor?
Por ambas cosas, pero más por amor.
Si Vd. muere en la Comunión ¿ya no está en el Altar? ¿Por qué?
Jesús muerto, seguía estando en el Calvario.
Padre, Vd. a dicho que la víctima muere en la Comunión. ¿Lo ponen a Vd. en los brazos de Nuestra Señora?
En los de San Francisco.
Padre, ¿Jesús desclava los brazos de la Cruz para descansar en Vd.?
¡Soy yo quien descansa en El!
¿Cuánto ama a Jesús?
Mi deseo es infinito, pero la verdad es que, por desgracia, tengo que decir que nada, y me da mucha pena.
Padre, ¿por qué llora Vd. al pronunciar la última frase del Evangelio de San Juan: «Y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad»?
¿Te parece poco? Si los Apóstoles, con sus ojos de carne, han visto esa gloria, ¿cómo será la que veremos en el Hijo de Dios, en Jesús, cuando se manifieste en el Cielo?
¿Qué unión tendremos entonces con Jesús?
La Eucaristía nos da una idea.
¿Asiste la Santísima Virgen a su Misa?
¿Crees que la Mamá no se interesa por su hijo?
¿Y los ángeles?
En multitudes.
¿Qué hacen?
Adoran y aman.
Padre, ¿quién está más cerca de su Altar?
Todo el Paraíso.
¿Le gustaría decir más de una Misa cada día?
Si yo pudiese, no querría bajar nunca del Altar.
Me ha dicho que Vd. trae consigo su propio Altar...
Sí, porque se realizan estas palabras del Apóstol: «Llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús» (Gal. 6, 17), «estoy crucificado con Cristo» (Gal. 2, 19) y «castigo mi cuerpo y lo esclavizo» (I Cor. 9, 27).
¡En ese caso, no me equivoco cuando digo que estoy viendo a Jesús Crucificado!(No contesta).
Padre, ¿se acuerda Vd. de mí durante la Santa Misa?
Durante toda la Misa, desde el principio al fin, me acuerdo de tí.
La Misa del Padre Pío en sus primeros años duraba más de dos horas. Siempre fue un éxtasis de amor y de dolor. Su rostro se veía enteramente concentrado en Dios y lleno de lágrimas. Un día, al confesarme, le pregunté sobre este gran misterio:
Padre, quiero hacerle una pregunta.
Dime, hijo.
Padre, quisiera preguntarle qué es la Misa.
¿Por qué me preguntas eso?
Para oírla mejor, Padre.
Hijo, te puedo decir lo que es mi Misa.
Pues eso es lo que quiero saber, Padre.
Hijo mío, estamos siempre en la cruz y la Misa es una continua agonía.
Fuente: Tomado de un extracto de la publicación italiana Así habló el Padre Pío, San Giovanni Rotondo, Foggia, Italia 1974

domingo, 31 de janeiro de 2016

PADRE PIO SULLA SOGLIA DEL PARADISO

PADRE PIO

SULLA SOGLIA DEL PARADISO

Introduzione
Una assicurazione sulla vita... eterna
«Quando morirò, chiederò al Signore di farmi sostare sulla soglia del Paradiso e non entrerò fino a quando non sarà entrato l'ultimo dei miei figli spirituali». In queste semplici, ma impegnative, parole è racchiusa la straordinaria promessa che Padre Pio fece in vita, nelle più diverse circostanze, a numerosi suoi devoti. Una assicurazione sull'e­ternità che è ancor più attuale dopo il definitivo si­gillo della Chiesa sulla santità del cappuccino del Gargano, il primo sacerdote stimmatizzato della storia, faro di fede e di spiritualità per milioni di persone.
Furono infatti molti i figli spirituali che, soprat­tutto quando ormai era evidente l'approssimarsi della sua morte, gli chiesero: «Padre, ora che te ne vai, come faremo senza dite?». E Padre Pio, con il consueto modo di fare, burbero e scherzoso nel medesimo tempo: «Pezzo di scemo, io sarò qui in mezzo a voi, più di prima. Venite sulla mia tomba. Prima, per parlarmi, mi dovevate aspettare. Ades­so, lì, sono io che vi aspetto. Venite sulla mia tomba e riceverete più di prima!». Mentre, per quanti non potevano muoversi fino a San Giovanni Rotondo, una precisa alternativa la diede al confratello pa­dre Tarcisio Zullo: «Andate innanzi al tabernacolo:
in Gesù troverete anche me».
Che non fossero parole disperse nel vento lo do­cumentano le testimonianze di quanti gli furono intimissimi, a cominciare dall'allora amministrato­re della Casa Sollievo della Sofferenza, Angelo Bat­tisti, il quale ha raccontato di quando Padre Pio scherzando gli diceva: «Nella tomba sarò più vivo che mai!». E all'economo della stessa struttura, En­zo Bertani - che, confessandosi per l'ultima volta da Padre Pio, il 19 settembre 1968, gli disse: «Come regalo per il 50° delle stimmate vorrei morire pri­ma di lei» - il cappuccino rispose serio e deciso:
«Tu hai famiglia e devi campare. Tanto non ti la­scerò, perché avrò molto tempo libero per esserti vicino».
La certezza della costante compagnia di Padre Pio era qualcosa di materialmente percepibile da parte di quanti il frate aveva accolto fra i propri pe­nitenti: «Quando il Signore mi affida un'anima, io me la pongo sulle spalle e non la mollo più», dice­va con solennità. Anche in questo caso non si trat­tava di superbia, bensì di serena consapevolezza dei doni che il Signore gli aveva dato e della re­sponsabilità che ne derivava, come ha ricordato don Nello Castello: «Una volta Cleonice Morcaldi affermò: "Sulle spalle di Padre Pio ci sta il mondo e la Chiesa". A me l'espressione sembrava esagerata. Alla sera mi incontrai con Padre Pio il quale, dopo aver raccontato a me e ad altri la storia di san Cri­stoforo (cui la tradizione attribuisce l'attraversa­mento di un fiume con Gesù Bambino sulle spalle), fissandomi profondamente mi disse: "Sulle mie spalle sta il mondo". E io non avevo detto nulla!».
Per Padre Pio le centinaia di persone che quoti­dianamente affollavano la chiesa di Santa Maria delle Grazie e facevano la fila al suo confessionale non erano una massa indifferenziata, ma volti e nomi ben precisi, ciascuno con le proprie ansie e i propri problemi. Un giorno, lo stesso Battisti lo stuzzicò su questo tema: «Come fa a ricordarsi di tutte le creature che a lei si rivolgono, quelle che vengono e quelle che da lontano la chiamano? Pen­so che farà una comune intenzione, tutto un "cal­derone"...». E lui: «Nel calderone ti ci butto dentro a te: io le ricordo e le chiamo una.per una e gli con­to i capelli, e ce n'è d'avanzo».
Lo testimonia la lunga durata, nella sua celebra­zione eucaristica, del Memento per i vivi e per i morti, che spesso andava avanti per decine di mi­nuti, nei quali lo si vedeva con il volto rivolto verso l'alto e talvolta con le labbra in movimento, intento come a presentare singolarmente al Cielo quelle persone e quelle anime che in quel giorno erano ri­corse a lui o che avevano particolari bisogni spiri­tuali e materiali. Una stupenda sintesi di questo amorevole atteggiamento è la risposta al dottor Guglielmo Sanguinetti, fra i primissimi medici del­la Casa Sollievo, che gli domandava come facesse ad amare tutti e ad essere di tutti. Battendogli tene­ramente la mano sulla spalla, Padre Pio disse:
«Correggi: tutto di ognuno. Ognuno può dire: il Padre è tutto mio!».


Chiamato a essere vittima per il mondo

La vocazione di Padre Pio a essere compagno e guida spirituale dei vivi e dei morti veniva da lon­tano. L'aveva espressa lui stesso sin dal 29 novem­bre 1910 a padre Benedetto da San Marco in Lamis, chiedendogli per iscritto un permesso particolare:
«Da parecchio tempo sento in me un bisogno, cioè di offrirmi al Signore vittima per i poveri peccatori e per le anime purganti. Questo desiderio è andato crescendo sempre più nel mio cuore, tanto che ora è divenuto, sarei per dire, una forte passione. L'ho fatta, è vero, più volte questa offerta al Signore, scongiurandolo a voler versare sopra di me i castighi che sono preparati sopra dei peccatori e sulle anime purganti, anche centuplicandoli su di me, purché converta e salvi i peccatori ed ammetta pre­sto in Paradiso le anime del Purgatorio, ma ora vorrei fargliela al Signore questa offerta colla sua obbedienza. A me pare che lo voglia proprio Gesù. Son sicuro che ella non troverà difficoltà alcuna nell'accordarmi questo permesso».
A stretto giro di posta, il primo dicembre, padre Benedetto mostrò di aver pienamente compreso la necessità di quell'offerta: «Fa' pure l'offerta di cui mi parli che sarà accettissima al Signore. Stendi pure tu le braccia sulla tua croce e, offrendo al Pa­dre il sacrificio dite stesso in unione al tenerissimo Salvatore, patisci, gemi e prega per gl'iniqui della terra e i miseri dell'altra vita, sì degni della nostra compassione nelle loro pazienti e ineffabili ango­sce». Da allora Padre Pio, che da pochissime setti­mane aveva cominciato a sperimentare le stimma­te invisibili, rinnovò costantemente la propria donazione: «No, voglio soffrire fino alla fine del mondo», fu la netta risposta alla signora Malvina Lureti, che un giorno si era permessa di suggerirgli un po' di riposo. Lo ha confermato il sacerdote Pierino Galeone, dal 1947 figlio spirituale di Padre Pio: «Mi disse più volte che l'amore perfetto e la sofferenza per­fetta portano l'anima a diventare vittima perfetta, disposta a chiedere anche patimenti eccezionali sia per riparare la gloria di Dio, sia per ottenere grandi favori per i vivi e per i defunti. Padre Pio mi rivelò inoltre di avere chiesto a Gesù e di aver ottenuto non solo di essere vittima perfetta, ma anche vitti­ma perenne, cioè di continuare a rimanere vittima nei suoi figli, allo scopo di prolungare la sua mis­sione di corredentore con Cristo sino alla fine del mondo. Egli mi ha detto e confermato di aver avu­to dal Signore la missione di essere vittima e padre di vittime sino all'ultimo giorno».
Infatti, ricevendo il 20 settembre 1918 il sigillo delle stimmate, Padre Pio ebbe anche la conferma definitiva della vita di immolazione che lo attende­va. Come ha sintetizzato, in un discorso commemo­rativo, il francescano padre Antonio Gallo, «fu una conferma tangibile dell'accettazione da parte di Dio di quel dono di sé che Padre Pio, già sacerdote da otto anni, aveva fatto dalla sua età più tenera. In una pubblicazione, un capitolo della sua biografia infantile reca per titolo: "Un fanciullo che cercava il dolore". E una realtà: egli cercava veramente il dolore e non fu mai defraudato nella ricerca di questo tesoro. I sintomi delle malattie più gravi, le sofferenze, le persecuzioni del demonio anche in forma concreta, la febbre spesso altissima erano soltanto segni esterni della macerazione interiore e del dolore da lui avidamente ricercato».


Una vita a contatto con l'invisibile

La certezza riguardo all'esistenza del Purgatorio e del Paradiso non era un puro atto di fede per il Padre, che ne aveva più volte avuto diretta visione. Una sera del 1958, mentre si trovava con alcuni fi­gli spirituali nell'orto, dopo la funzione della bene­dizione con il Santissimo, il signor Mioni di Monte­grotto gli si rivolse con una secca osservazione:
«Padre, a me non importa niente la durata del mio Purgatorio, tanto già so che poi finisce e sono sicu­ro del Paradiso». E il frate: «Tu non sai che cosa sia. Tu non sai quanto sia duro». Il Mioni ripeté la sua idea e Padre Pio replicò con ancor più forza: «Fi­glio mio, dici così perché non sai quanto sia terribi­le». Don Nello Castello, che era presente, ha testi­moniato con commozione «di aver compreso in
quel momento che Padre Pio non parlava per sen­tito dire, ma per esperienza».
Si trattava in sostanza di quanto aveva efficace­mente descritto santa Caterina da Genova, la «mi­stica del Purgatorio», nel suo Trattato: «Le anime purganti provano tali tormenti che lingua umana non può descrivere, né alcuna intelligenza com­prendere, eccetto che Dio li faccia conoscere per grazia speciale». Tanto che Padre Pio suggeriva ai suoi seguaci, come ha rivelato Cleonice Morcaldi, una strada precisa: «Se non vuoi fare dopo la mor­te il Purgatorio, fallo prima di morire, accettando tutto dal Signore e offrendolo con amore a lui; anzi con rendimento di grazie per la possibilità che ti dà di farlo con poco il Purgatorio».
In ogni caso, il frate non perdeva occasione per intercedere in favore delle anime del Purgatorio, sia durante la Messa che in altri momenti. Per esempio, ogni volta che saliva per la scala interna del convento, si fermava sul pianerottolo dove era­no appesi alla parete una cassettina di legno e un quadro sul quale erano stampate diverse intenzio­ni per suffragare le anime dei morti. Egli prendeva sempre dalla cassettina un dischetto, con il numero indicante la corrispondente intenzione, e recitava devotamente la preghiera dell'Eterno riposo.
E bisogna riconoscere che le anime purganti non erano indifferenti a tali orazioni, secondo quanto èstato raccontato dai due frati che, vedendo Padre Pio alzarsi da tavola mentre erano a pranzo, lo se­guirono incuriositi fino al portone d'ingresso del convento. Qui giunto, il Padre si fermò e iniziò a parlare con qualcuno che ai confratelli risultava però invisibile. Sorpresi per quanto stava accaden­do, costoro si avvicinarono, chiedendosi se non gli avesse dato di volta il cervello. Ma Padre Pio, con un sorriso, spiegò: «Oh, non vi preoccupate! Sto parlando con alcune anime che, nel loro cammino dal Purgatorio verso il Cielo, si son fermate qui per ringraziarmi, perché questa mattina le ho ricordate durante la santa Messa».
Non di rado, anzi, gli venivano chieste in prima persona le preghiere di suffragio, come accadde quando si trovava a Sant'Elia a Pianisi nel 1907. Così padre Marcellino Iasenzaniro ha riportato il racconto fatto dallo stesso Padre Pio: «Una notte dopo la preghiera del Mattutino, mentre gli altri scesero al fuoco comune per scaldarsi un po' prima di ritornare a letto, rimasi in coro. A un certo punto sentii dei rumori, come di candelieri toccati, prove­nienti dall'altare maggiore. Subito pensai che qual­che confratello fosse passato dal coro in chiesa; ma, continuando quei rumori, mi affacciai dal parapet­to e chiesi: "Chi è?". Rispose una voce: "Sono un novizio, che sconto il Purgatorio facendo la pulizia dell'altare maggiore che ho trascurato durante la mia vita. Pregate per me". Non riflettendo del tutto su quelle sue parole, dissi senza indugio: "Va bene, ma adesso vai a riposare". E non si sentì più nulla. Dopo qualche istante però mi resi conto di ciò che era realmente accaduto e fui preso da forte paura. Allora quasi fuggii dal coro, per raggiungere i con­fratelli e restare un po' in loro compagnia. Attra­versai in fretta il corridoio, ma appena cominciai a scendere le scale per andare al fuoco comune mi trovai dinanzi un giovane frate sconosciuto. Sentii dentro di me che era il novizio che mi aveva parla­to. Questi disse solo "Grazie", e sparì!».


I figli spirituali germogliano ancora

Sono centinaia di migliaia le testimonianze in­viate al convento di San Giovanni Rotondo da quanti sono stati beneficati, in vita e anche dopo la
morte, da Padre Pio. E la maggior parte delle gra­zie che vengono raccontate in queste lettere sono di natura spirituale, più che materiale. E stato in­fatti il bene delle anime l'essenziale obiettivo della missione del cappuccino, che già sulla terra poté gioire, secondo quanto ha raccontato Cleonice Morcaldi, perché «Gesù gli aveva fatto vedere la mansione dei suoi figli spirituali in Paradiso».
Anzi, si potrebbe dire che Padre Pio già pregu­stava il momento della gioia celeste in compagnia dei suoi cari. A don Pierino Galeone, che un giorno si lamentò con lui perché era stato bloccato e rim­proverato dal Superiore del convento mentre cer­cava di entrare nella zona della clausura riservata ai cappuccini, con affetto paterno disse: «Abbi pa­zienza, padre Agostino è buono, anche se burbero; in Cielo staremo insieme e là non ci sarà più nessu­no a sgridare». E in che consistesse il Paradiso lo spiegò a una figlia spirituale che gli aveva chiesto:
«Padre, in Paradiso godremo subito, oppure alla fi­ne del mondo?». Padre Pio così rispose: «Se non si godesse, non sarebbe Paradiso. Alla fine del mon­do comincerà pure a godere il corpo risorto».
Alla serietà dell'impegno assunto da Padre Pio con i propri figli spirituali, doveva però corrispon­dere altrettanta tenacia da parte di questi ultimi, che non di rado si sentivano redarguiti così: «Ri­cordatevi che, se non vi comportate bene e non mi ascoltate, un giorno dinanzi a Dio non vi ricono­scerò come miei figli. Sarò io il primo vostro accu­satore!». E a una sua devota che lo implorava: «Pa­dre, pregate per me», il frate subito rispose: «Io prego per te, ma tu pure devi pregare per te!». Quando però percepiva la buona volontà di chi gli si rivolgeva con fede, Padre Pio si lasciava an­dare e diventava il più tenero dei direttori spiritua­li. La piccola Anna Tortora, nel giorno della cresi­ma, gli disse di desiderare un regalo. Egli chiese:
«Che cosa vuoi? Una figurina, un libretto?»; e la bambina rispose: «Voglio, Padre, che quando lei va in Paradiso assicuri un posto anche a me». «Sei si­cura che ci vado?», ribatté Padre Pio; e Anna: «E se non ci va lei, Padre, chi ci va?». A quel punto Padre Pio cedette: «Va bene, ti prometto che, se ci andrò io, tirerò per il collo anche te».
Si potrebbe pensare, secondo gli schemi umani, che promesse così impegnative e personali fosse possibile strapparle a Padre Pio soltanto durante la sua esistenza. In effetti, dopo la morte del Padre, sembrerebbe terminata l'epoca della figliolanza spirituale, alla quale potrebbero al massimo richia­marsi quanti lo frequentarono e ne ricevettero di­rettamente gli insegnamenti. Ma la forza dello spi­rito ha aperto invece un nuovo varco nella misteriosa e straordinaria continuità di presenza del frate nel nostro tempo.
A rivelarne la modalità è fra Modestino da Pie­trelcina, il compaesano di Padre Pio che viene con­siderato il suo erede spirituale e che già molti anni fa si era posto il problema: «Meditavo sui benefici che potevano lucrare coloro che venivano accettati dal Padre quali suoi figli spirituali. Poi pensavo con rammarico a tutti quelli che non potevano an­dare a San Giovanni Rotondo per chiedere a Padre Pio l'adozione spirituale e a quelli, ancor meno for­tunati, che si sarebbero avvicinati al Padre dopo il suo transito terreno».
Un giorno, proprio durante una confessione con Padre Pio, l'ispirazione prese forma: «Padre, vorrei assumere, come suoi figli spirituali, tutti coloro che si impegneranno a recitare, ogni giorno, una coro­na del Rosario ed a far celebrare di tanto in tanto una santa Messa secondo le sue intenzioni. Posso farlo, oppure no?». Padre Pio, allargando le brac­
cia, alzò gli occhi al cielo ed esclamò: «Ed io posso rinunziare a questo grande beneficio? Fa' ciò che mi chiedi ed io ti assisterò». E qualche tempo do­po, un nuovo incoraggiamento: «Figlio mio, allar­ga quanto più puoi il numero perché sono più be­neficati loro davanti a Dio che io stesso. Riferisci che io do loro tutto il mio animo, purché siano per­severanti nella preghiera e nel bene».
Pochi giorni prima di morire, il 20 settembre 1968, Padre Pio chiamò fra Modestino accanto a sé, si tolse dal polso l'inseparabile corona e gliela de­pose fra le mani, dicendo: «Ecco, ti affido il santo Rosario. Divulgalo, diffondilo tra i figli miei». Era la ratifica definitiva di un mandato che, da allora, continua a essere fedelmente eseguito. Ogni sera, dalle 20.30 alle 21, l'immensa famiglia spirituale di Padre Pio si incontra idealmente nella cripta del convento di San Giovanni Rotondo, intorno alla tomba del Padre, per la recita del Rosario guidata anche da fra Modestino.
Chiunque lo vorrà, in qualsiasi momento, potrà diventare figlio spirituale di Padre Pio semplice­mente unendosi con devozione a questa recita e fa­cendo ogni tanto celebrare una santa Messa secon­do le intenzioni del Padre. «Beneficeranno così della continua assistenza di Padre Pio e della mia povera preghiera presso la sua tomba», garantisce fra Modestino, sottolineando nel contempo l'altra indispensabile condizione: «Chi s'impegna a reci­tare la corona benedetta dovrà ovviamente ripu­diare il peccato e seguire, per quanto gli sarà possi­bile, l'esempio di Padre Pio. Da questo si rico­nosceranno i suoi figli spirituali: saranno uniti dal vincolo della dolce catena che ci lega a Dio; ame­ranno, pregheranno e soffriranno come ha amato, pregato e sofferto Padre Pio, per il bene della pro­pria anima e per la salvezza dei peccatori».